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Miguel Utreras

actor

El trabajo en el TEUCO me enseñó que el teatro no es necesario en términos intelectuales, pero sí en términos vivos. Se trata de la vitalidad de los pueblos, el teatro se vuelve necesario en momentos determinados, cuando se vincula a los pulsos que tiene una sociedad.

28 de septiembre 2021

¿Desde qué año y hasta qué año estuviste en el TEUCO?

Ingresé al TEUCO en el año 1986 y estuve hasta marzo o abril de 1989. Yo estudiaba en la Universidad de Chile, estudiaba Licenciatura en Filosofía.

 

¿Cómo fue esa transición de filosofía a teatro?

Lo que pasa es que yo soy del sur de Chile, de Osorno, soy mapuche; y me trasladé a Santiago para estudiar filosofía pero siempre estuve involucrado con el arte. Desde joven hice teatro en el sur de Chile y también formaba parte de los grupos de poetas jóvenes de la zona sur. 

Comencé a desarrollar trabajo de teatro en la universidad porque algunos estudiantes de la Universidad de Chile, de la Escuela de Teatro, hicieron unos talleres para la gente de la Facultad de Humanidades y Educación, entonces teníamos un grupo de teatro donde había gente de filosofía, literatura, sociología, psicología, etc. 

Más tarde me vinculé con el TEUCO. Eso fue totalmente accidental. Recuerdo que acababa de salir del cine…, cuando uno sale de los cines sale del otro lado del que entró, entonces, me perdí y me encontré con un montón de gente que estaba viendo un espectáculo de teatro y me quedé observando esta obra. Me quedé muy fascinado del fenómeno, había gente en medio de la noche viendo un espectáculo que era muy sencillo, pero muy político. En esa época estaba Roberto Pablo. En ese tiempo el TEUCO funcionaba en Concha y Toro, Roberto Pablo tenía una casa allí.

Por lo tanto, yo llegué a un TEUCO nuevo, conocía a la compañía porque había visto la Cándida Eréndira, que fue dirigida por Juan Edmundo González, que fue el segundo director del TEUCO. Por lo tanto, llegué a la compañía cuando Juan Edmundo se estaba saliendo.

En esa época el TEUCO también tenía espectáculos que eran puramente de calle y se trataba prácticamente de teatro político. Además, Roberto Pablo que viene de Concepción ya había hecho teatro de esa forma. Él es artista plástico y eso influyó mucho, entonces él trae al TEUCO una forma de teatro que está más ligado a lo visual, a los vestuarios, a las máscaras. El TEUCO anterior también tenía algo visual, pero estaba mucho más ligado a una teatralidad, tal vez; más experimental.

Entonces, así fue mi ingreso al TEUCO, fortuito, yo era un estudiante universitario y me pareció muy fascinante el fenómeno de la gente mirando. Además, estábamos en plena dictadura, en una época muy dura, un poquito antes había pasado el Caso Quemados de Carmen Gloria y Rodrigo Rojas de Negri; entonces la calle estaba en una situación muy muy violenta, había una represión muy fuerte en el país; pero, al mismo tiempo, había una sensación de que era necesario hacer cosas. En ese sentido, fue muy impactante ver un teatro tan político en la calle, se trataba de un teatro directo en términos de sus referencias.

Entonces me acerqué a hablar con ellos, y luego de conversar un rato me preguntaron si estaba interesado en ser parte del grupo, porque se iba una compañera y se les iba a caer el espectáculo. En ese tiempo, estaban haciendo dos obras, una de ellas trataba el proceso de democratización de un reino, era una referencia directa a lo que estaba pasando en Chile. En esa obra se utilizaban máscaras alargadas, un poco como el teatro griego. Vestuarios alargados también, muy simples, porque tenían que caber en una maleta. Entonces, se trataba de máscaras con mucho impacto visual… Ahí estaba el trabajo de Roberto Pablo, de llevar ese tipo de estructura a la figura humana. El otro espectáculo que tenían en ese momento era Cocolina, pobre Cocolina. Es el espectáculo más conocido de esa época. También es una comedia, una sátira y está basada en La granja de los animales de Orwell, pero en un contexto chileno. Era una historia muy política, y se utilizaban muchas máscaras de animales, nuevamente, de gran impacto visual. En esa obra, me invitaron a trabajar.

Como se habrán dado cuenta, dije inmediatamente que sí. En ese entonces, era parte de la directiva estudiantil, había estado varias veces preso, no les encontraba sentido a los estudios universitarios. Además, soy indígena, lo que obviamente me hacía sentir profundamente desarraigado, nunca me sentí chileno. Y bueno, para nosotros, los jóvenes de esa época, el norte era luchar contra la dictadura, entonces, cuando alguien te propone lo que en ese entonces me proponía el teatro, tú dices que sí rápidamente.

Tuve que aprenderme los textos en una semana, y me advirtieron que iba a ganar lo que les daban en la calle. Sentí que era como volver al teatro europeo de la Comedia del Arte y a los teatros itinerantes. Lo encontré super motivante, y si bien no me salí de la carrera, fui dejando los estudios paulatinamente, porque lo que yo no preveía era que el trabajo del TEUCO no era solamente ir a las calles de la Alameda, eran muchas funciones en las poblaciones, y en esa época estábamos muy vinculados a otro grupo de teatro, que es el teatro El Riel, los que estaban muy conectados al teatro obrero, es decir a los sindicatos, y con ellos nos encontrábamos en todas partes. Además, colaborábamos mucho con la Asociación de Detenidos Desaparecidos, y también, muy vinculados al grupo de danza Espiral. ¡Ah!, y lo otro es a las identidades sexuales, porque la mayoría de los integrantes del TEUCO eran homosexuales, entonces, también había algo político desde ahí. Yo considero que el teatro tenía muchos lazos con el underground, todo lo que se hacía en Matucana 100, o lo que hacía el Jordi Lloret en el Garaje. 

Durante esa época, estábamos muy ligados a la Escuela de Nelson Brodt, y teníamos lazos comunicantes con Andrés Pérez y Rosita Ramírez, con la gente de la Universidad de Chile que había pasado por el TEUCO. Siempre existió algo de reconocimiento. Éramos considerados un grupo de teatro de calle. Pero nosotros éramos un fenómeno distinto respecto a lo que hacían otras personas, como Pavez y Juan Manuel Sánchez. Porque, por ejemplo, Pavez hacía un espectáculo solo, hacía una mezcla de mimo dialogante, él hacía algo muy ligado a una especie de mezcla entre discurso poético callejero y teatralidad, quizás hoy le llamaríamos performance a ese trabajo. En tanto, Juan Manuel, hacía un teatro de situaciones. Ellos hacían mucho reír a la gente, era casi una especie de recuperación de sainete español, pero en la calle, y con mucha insolencia. Mucho lenguaje rápido de calle. Lo que era muy interesante porque se fue desarrollando una especie de conocimiento del pulso de la calle, de cómo la calle funcionaba.

 

¿Qué referentes podrías reconocer en el trabajo que ustedes hacían?

Nosotros estábamos más interesados en el fenómeno teatral. Nuestros referentes, así en el aire, eran el Bread And Puppet, teatros con figuras con zancos. Pero también estábamos muy ligados a lo que era el teatro latinoamericano: Atahualpa del Cioppo, el Libre Teatro Libre del Uruguay, de alguna manera al fenómeno de la educación popular. Pero en general, la influencia que teníamos en ese momento era directamente la calle. Otra cosa importante, era también el trabajo realizado por Roberto Pablo en Concepción, lo que marcaba una diferencia.  

Con el tiempo, en ese corto periodo, nos volvimos mucho más físicos. Yo empecé a hacer acrobacias, zancos. Teníamos un lenguaje que también tiene que ver con cierta forma de marginalidad. Eso nos entregaba códigos, sobre todo pulsaciones, cosas que en ese momento no elaboramos teóricamente. Sucede que la calle nos desafiaba en muchos aspectos, la rapidez de la calle, la gente pasa rápidamente y cómo los atrapas. Los carabineros en esa época se instalaban en las esquinas, entonces, cómo lográbamos sortear a los carabineros. De ahí se fue creando una estética que comenzaba con el uso de una maleta, muchas máscaras y elementos muy simples para hacer cambios de personajes. De ir abandonando el lenguaje de grandes textos y pasar a textos cortos que se parecen un poco a los entremeses que tenía Cervantes, textos mucho más cortos, mucho más directos. Y comenzamos a experimentar eso de que el lenguaje tenía que ser simple, directo, captable, pero nunca elaboramos una metodología como tal. Al menos eso antes de 1988, cuando decidimos crear una Escuela de Teatro Callejero. Eso fue una invención de locos, porque se trataba de una escuela gratuita, y nosotros apenas teníamos para comer con la venta de nuestros espectáculos. La escuela se instaló en Concha y Toro, y era una escuela para jóvenes de poblaciones. De esta forma, se hicieron versiones de nuestros propios montajes, pero con estudiantes.


¿Podrías profundizar un poco más sobre los modos en los que se aproximaban a sus trabajos?

En el TEUCO que viví, Roberto Pablo jugaba un rol fundamental, porque él era el que ponía todo el aspecto visual, toda la visualidad del grupo. Sin embargo, se debe decir que trabajábamos creando colectivamente. Las metodologías eran diversas, había un eclecticismo fundamental. A todos nos gustaba la danza, entonces eso lo metíamos en escena. Además, tuvimos entrenamiento físico, incluso hicimos ballet. Pero por, sobre todo, se trataba de un lenguaje heterogéneo.

Por otra parte, teníamos un poco de esa tradición, de cuando tú haces un espectáculo y haces una investigación, invitar a gente para profundizar en ciertos temas, por ejemplo, a un historiador, a alguien en la parte física, talleres de música, etc. Cada vez que hacíamos un espectáculo hacíamos una escuela.

E insisto en la importancia que tenía la creación colectiva, no concebíamos el trabajo sin ella. De hecho, de lo que éramos más conscientes era de la importancia de lo colectivo y del trabajo político. Por ejemplo, una vez montamos El traje del emperador, y, por supuesto, el emperador era Pinochet. Queríamos hacer un espectáculo de niños, pero que fuera super político. Creo que detrás de eso había una vocación contestataria, una idea del teatro contra la tiranía. Porque nosotros no considerábamos a Pinochet como un dictador, sino como un tirano. Eso me recuerda un poco a Mollier trabajando para el Rey, creando obras para él, pero riéndose de él. Y si bien, nosotros no recibimos ayuda del Estado, sí sentíamos la necesidad de que a ese rey había que descabezarlo. Ahí apuntaban todos nuestros esfuerzos creativos, por eso, con el tiempo digo que se trataba de un lenguaje teatral político, tenía un fin muy específico y era la revuelta contra la tiranía.

De alguna manera, por eso nos reconocía la gente. Mucha gente nos reconocía en la calle porque decíamos lo que la gente pensaba, pero no se atrevía a decir o tenía miedo de decir. Entonces, éramos voceros de un sentimiento popular, de odio político. No estamos hablando de un odio puramente visceral, sino de un odio político, lo que después se conoce en el análisis marxista como la lucha de clases, claro, pero el problema luego fue más amplio. Como sea, me recuerda un poco a lo vivido con Piñera, porque lo que se produce es un vínculo potente de resistencia… y bueno, esta lucha contra el tirano se volvió muy fundamental en nuestra manera de pensar el teatro, y entonces lo colectivo se volvió esencial.

Por eso íbamos a donde se nos pidiera ir. Existía una colaboración constante con los familiares de los detenidos desaparecidos, con la diversidad sexual, con las ollas comunes, etc. Lamentablemente, eso no permitía que tuviésemos solvencia económica, por eso me tuve que retirar de la compañía. Ya estábamos saliendo de la dictadura, y comenzábamos a ver que ya no había un tirano a quien disparar, sino que había que sobrevivir en una supuesta democracia. Nosotros formábamos parte de ese grupo político que miraba con mucha desconfianza la salida democrática, veíamos que podíamos desaparecer en ese espacio. Y algo así sucedió, se necesitaba empezar a hacer gestión y no se pudo. Además, con la vuelta a la democracia sentimos que nos volvimos innecesarios. Por otro lado, con la consolidación del neoliberalismo, se necesitaba ser empresa y para nosotros esto no era una empresa, el teatro es una práctica de grupo, se vivía como una especie de militancia, entonces no supimos gestionar lo que significaba retornar a democracia. Intentamos, por supuesto, porque queríamos mucho a nuestro grupo, pero no lo logramos. 

Hay que pensarlo así también, sucede que en los ochenta estábamos con el agua hasta el cuello y esa sensación hizo que mucha gente dijera: “nademos hasta la orilla y veamos qué pasa”, porque si seguíamos allí nos íbamos a terminar ahogando. Entonces, muchos aceptamos eso, y cuando llegamos a la orilla, ya no nos reconocíamos. Estábamos en proyectos de vida distintos, nuestra militancia respecto al grupo se había movido.

 

¿Qué crees que te entregó el TEUCO?

Mira, de alguna forma, en Ahumada con Huérfanos pasó parte de la historia de Chile, ahí se sentía lo que estaba pasando en el país, y para un teatro estar ahí era como estar metido en Fuenteovejuna, dentro del nudo del pueblo. Eso fue fundamental para poder leer el registro de lo que pasaba en la sociedad y cuál era el rol del teatro.

El trabajo en el TEUCO me enseñó que el teatro no es necesario en términos intelectuales, pero sí en términos vivos. Se trata de la vitalidad de los pueblos, el teatro se vuelve necesario en momentos determinados, cuando se vincula a los pulsos que tiene una sociedad. 

Bueno, por eso siempre digo con orgullo que mi origen viene del teatro callejero, porque yo siento que lo que hizo el TEUCO tuvo mucho valor, un peso que tiene que ver con su época. Además, desde lo estético se aportó mucho respecto a la visualidad, a lo lúdico, desde lo naif a lo abstracto. Aportamos también a traer parte del lenguaje literario poético contemporáneo, se trataba de una dramaturgia de adaptación de novelas. Pero claro, nos interesaba más la imagen. Y, por último, es importante rescatar la concepción de grupo que teníamos y el aporte que hicimos desde el margen a los también marginados.